Aún era tarde de primavera. Los rayos rojizos del sol abrazaban agonizantes la vegetación de las faldas de los altozanos cuyas cúspides desaparecen lentamente cuando cae la noche. La tarde fue de aquellas que inspiran, que descansan la vista gozando de la belleza de las figuras crepusculares que brotan entre los garzos distantes y las nubes doradas que dormitan mansamente entre el verdor de la floresta y las montañas del horizonte.
Mientras caminamos junto a unas rocas multiformes, platicábamos historias de los abuelos y de alguna experiencia o travesura de nuestra niñez, la que nos causaba una que otra carcajada; en tanto, los rayos desfallecientes del sol que se filtran entre los sauces y arbustos del camino fulguran mi rostro, y de pronto, le despiertan una frase que titula este escrito: “el sol refleja el color de tus ojos”, mientras ríe de los intentos que hizo para que la luz tímida penetre en mis pupilas y descifren su curiosidad.
Y yo encuentro el color de sus ojos cuando el cielo me mira sonriente con su azul intenso, y su mirar está impregnado en los atardeceres como también en los azules espejos de los ríos que discurren lentamente bajo los sauces. El color de sus ojos… me vigilan celosamente en su ausencia, como dos guardas que no se apartan de mí ni un solo instante.
El reflejo del sol le ha descubierto el color de mis pupilas; y yo, he encontrado en la profundidad de su bella mirada el color de la esperanza.