Por: Roberto Celis Santa Cruz. Es 24 de diciembre, víspera de navidad, dicen que es fecha de amor, de entendimiento, y que los hombres, especialmente los niños reciben trineos mágicos cargados de toneladas de juguetes de cariño, de regalos que les mitigan el frío de la soledad, les cicatrizan las heridas del abandono y la indiferencia, les llenan el estómago del hambre de la miseria, la explotación y el dolor.
Soy Juan, un ser que recién está empezando a andar la vida, a la cual según dicen llegué por amor; pero como pago a tan enorme milagro hoy bebo el vino amargo de mi existencia, a la cual no pedí llegar, ni por curiosidad, mucho menos por amor, sin embargo, aquí estoy, mirando la vida con ojos jóvenes, pero ancianos de tanto mirar el dolor.
La gente pasa, corre, entra, sale, cargada de paquetes, presentes, adornos, luces, oropeles, como pavos reales ostentando hipocresía y ficción, porque cada minuto que pasa entre tantas compras mundanas tienen vacíos los bolsillos como su corazón.
Yo también llegué al mundo, según me manifiestan tan esperado como el nacimiento de Belén, para llenar la alegría y salvar la tristeza, dar fe y sentido al mundo de mis padres, convertir la existencia de una Eva y un Adán, en un Edén colmado de Pan, de abrigo, de protección, en el cual jamás se suscite el abandono y el amor se entregue en sublime comunión de lealtad y fidelidad.
Sin embargo, estoy viviendo hoy en esta víspera de Navidad el infierno más abrasador y lacerante, cuyo resquemor de sufrimiento, exuda dolor por las cicatrices de mi alma; soy un ser partido por la mitad, al cual se le ha arrancado la media parte de su cuerpo y de su existencia, y sin embargo como una suerte de tormento interminable, camina todavía, recorriendo los ásperos senderos de virulencia existencial, en la que ya no hay lagrimas para llorar, ideales para crecer, corazón para amar ni odiar, porque todo, hasta yo mismo, no somos nada.
¡Que falta comprar el arbolito, el carrito de Pepe, las luces, el regalo para la abuela, el chocolate, el sazonador, la lamparita y el despertador! ¡La gente como robots locos programados en una misma sincronización, transitan exhaustos, estresados, frenéticos, en un tráfago alucinante de consumismo estremecedor!
Tanto negocio, tanto ajetreo, tanto protocolo, tanta máscara, tanto autómata simulador y yo me pregunto lacerado ¿Dónde está el verdadero amor? Si lo que más amaba ya no está conmigo, lo que es parte de mi vida, fácilmente se alejó ¿Acaso su corazón será tan duro que no siente la herida que me causó.
Miro el reloj de esfera negra como mi vida, que impávido mira el tiempo en la torre del viejo templo, el que me indica que faltan 10 minutos para las doce, despreocupadamente saco las manos del bolsillo, me encamino displicentemente a mi hogar, entre un mar humano que hace lo mismo.
Seguramente mi padre, sereno, moderado y pensativo me estará esperando, mirando constantemente a la puerta, esperando que se abra y que yo aparezca, cuando lo haga, sus ojos cansados por el tiempo de ver tanto el mundo y las cosas, brillarán contentos a través de sus gruesos anteojos, gruesos como su experiencia, su intelecto y los callos que le ha dejado el amor.
Seguramente en la mesa- aunque humilde- habrán cosas propias de la ocasión, el chocolate calientito como el horno de su corazón, rosquillas, algún quesito y el oloroso panetón. Después del abrazo, nos sentaremos a la mesa, empezando la cena de noche buena; miraré con disimulo, mi padre hará lo mismo, al vacío rincón donde un día ocupaba lo que yo como él tanto quería, el sitio estará vacío, como el silencio, como la comunicación, trataremos los dos de retener una lágrima rebelde que el alma nos taladre, mi padre dirá para sus adentros «¡Que mala mujer!» y yo tendré este año Una Navidad con Panetón pero sin MADRE.