Por: Paco Huamán/. En el libro ‘Cuentos de amor de locura y muerte’ del uruguayo Horacio Quiroga la muerte es el gran diapasón que lo afina todo. Ninguno de ellos puede eludir la fuerza de muerte. En casi todos, esta se hace presente. Algunas veces solo en el título como en: ‘La muerte de Isolda’ y en otros de forma bizarra y violenta como en ‘La gallina degollada’. Los dieciocho cuentos que componen el libro –tres de los cuales fueron suprimidos por el autor– son de fácil lectura, pero no por eso se puede decir que sean simples. De hecho, en ellos ningún epíteto es inocente, cada párrafo es un ladrillo de una trama escabrosa, angustiante o grotesca.
Quizá por ello algunos lo equiparan como una suerte de Edgar Allan Poe sudamericano. La única diferencia que mantiene con el escritor norteamericano es que en Horacio Quiroga la naturaleza es un personaje más que, como en las mejores películas de Kurosawa (Quiroga fue un gran amante del cine de su época), lo vence todo. Otro elemento al que suele recurrir es al uso del punto de vista de animales domésticos, a la enfermedad desconocida, a los insectos o parásitos letales y, como no, al suicidio.
Y Horacio Quiroga se suicidó en 1937. En su suicidio usó al arsénico como veneno y como testigo a un hombre horrendo. Una muerte que entraña cierta justicia poética; puesto que, Enma Bobary de igual forma tomó arsénico para morir en la novela ‘Madame Bobary’ de Gustave Flaubert y el hombre que vigiló su muerte, según testigos de la época, era muy semejante a John Merrick un ser humano deforme del ‘El hombre elefante’, aquella genial película de David Lynch. Sin duda su muerte fue bizarra, pero, como siempre pasa con Quiroga, fue la muerte al fin.